Ofiuco

OFIUCO

‹‹Bien sé que soy mortal, una criatura de un día, pero si mi mente observa los serpenteantes caminos de las estrellas, entonces mis pies ya no pisan la tierra, sino que al lado de Zeus mismo me lleno con ambrosía, el divino manjar››.

Ptolomeo, Almagesto.


 

 

 

I.  Supernova

 

Más que esto, no hay nada. Canta y sube el volumen. Hay algo en esa canción que le hace pensar que le hablan a ella, solo a ella; como si alguien se hubiera metido en su música para enviarle un mensaje y persuadirla para que complete la misión.

Tiene los mejores auriculares con cancelación de ruido que existen en el mercado y son más caros que todo el equipaje que lleva, pero no significa que sea una dilapidadora, como la mayor parte de su vida ha estado desempleada sabe en qué ahorrar. Todas sus posesiones caben en una mochila, no necesita mucho y tampoco se arrepiente de haber gastado tanto en esos audífonos, porque le gusta aislarse en una burbuja de música y sobre todo, porque le resultan imprescindibles en los aviones y volar es parte de su vida.

Siempre elige un asiento cerca de la turbina, junto a la ventanilla; no porque quiera ver el lugar del que parte o al que llega, sino porque una vez leyó sobre la explosión de la turbina de un avión que provocó un torbellino de fragmentos voladores, uno de los cuales rompió una ventanilla, ocasionando que una mujer fuera succionada a través de esta. Por eso se sienta ahí, ella también quiere ser arrebatada por el aire.

Contempla las luces del ala, se imagina que navega sobre estrellas. Como un sueño en la noche. Su lugar favorito es el cielo, y el mar, y ambos fundidos en la negrura nocturna. ¿Quién puede decir hacia dónde vamos?

Una de las pocas cosas con las que siempre viaja es un recorte de diario. Ahora lo sostiene sobre la ventanilla para enmarcarlo con la noche. Mientras lo hace, siente una mirada impertinente  por encima de su hombro, tal vez, es el sujeto de al lado que pretende iniciar una conversación, quizá ya lo ha hecho, pero ella no lo escucha porque tiene su música.

 Nunca le contó a nadie que esa vieja foto en blanco y negro que tiene entre las manos, en la que aparece Gregory Peck frente a una exuberante vegetación, es el único recuerdo que le queda de su padre. Era apena una niña cuando él se la mostró, para acreditarse la autoría de la imagen. Le dijo que la había tomado cuando el actor rodaba Los niños del Brasil en Paraguay, y ella creció orgullosa del trabajo de su padre.

Años después descubrió que la película  Los niños del Brasil no se rodó en Brasil, mucho menos en Paraguay, y eso quería decir que su padre nunca conoció a ninguna estrella de Hollywood. Todo era una mentira. Se avergonzó de él y por eso nunca le contó a nadie sobre esa foto. Ni lo hará. No quiere despertar la lástima de nadie. Es normal, se dice, es una persona como tantas otras que también fueron abandonadas por uno de sus padres. Nada trágico, solo otra chica con daddy issues que no puede mantener una relación estable. Solo eso, suspira, esperando que realmente ese sea el único daño permanente.

Beatriz nació en Ciudad del Este, en la frontera de tres países, en el corazón de Sudamérica. Recuerda que sus padres cruzaban a Brasil diariamente para trabajar, y cuando su papá se fue, se quedaron solas, su madre y ella. Se mudaron de ciudad, pero seguían entre tres países: el estudio en Paraguay, el trabajo en Brasil, la salud en Argentina. Ya desde entonces se sentía de todas partes y a la vez de ningún lugar. Hace poco volvió pensar en su infancia,  quizá tampoco se rodó en Paraguay, ni en Brasil, como la película de Gregory Peck. Pensaba en su vida como si no fuera más que un montaje creado por otros. Fue la primera vez que pensó que las fronteras no debían existir.

 

 

 

La mentira que su padre quizá creyó que sería insignificante, fue para ella una carga por el resto de su vida. Por una parte, porque vivió cuestionando toda su realidad, sometida a la búsqueda de la verdad en un mundo construido con mentiras; por otra, porque decidió convertirse en lo que su padre fingió ser y posiblemente aquel primer trabajo fue el origen de sus frustraciones y el final de todas sus aspiraciones.

Se metió al fotoperiodismo y en la práctica de su profesión descubrió que el periodismo no siempre era ejercido por quienes sentían compromiso con la verdad. Experimentó una guerra silenciosa en la frontera en la que creció, pero de eso no se hablaba en los medios. Una vez descubrió junto  su equipo un torso a orillas del río,  y aunque la aparición de cuerpos se hacía cada vez más frecuente, nadie investigaba.  Cuando propuso hacerlo, la despidieron.

Después vinieron más reveses: trabajos fallidos, viajes interrumpidos, relaciones cortas y buenas intenciones que terminaban antes de empezar. Golpes bajos, unos tras otros, en diferentes rincones del mundo, que cada vez causaban heridas más profundas. Hasta que un día sintió que ya no podría levantarse ni una vez más. Fue después de ser despedida de su último empleo en un aeropuerto de Londres, que quizá ya no había en el mundo un lugar para ella. Sería reemplazada por un holograma, más eficiencia y menos costo, podría hacer cosas que ella no. Seguiría siendo la imagen de una persona, per con la capacidad de leer las retinas de los pasajeros e interactuar con ellos. Haces de luz arrebatándole su lugar. En esto piensa mientras mira las luces de navegación del avión en el que surca el cielo nocturno mientras sobrevuela el mar. Eso es lo último que va a soportar. Más que esto, no hay nada. Lo perdió todo y a nadie le importa. Agotó todas sus posibilidades. Más que esto, Beatriz, sabés que no hay nada.

Por eso aceptó unirse a un movimiento formado por personas que también fueron sustituidas por soluciones tecnológicas. Al principio pensó que participarían en protestas callejeras o interrupciones del tráfico, clásicas medidas de presión que servirían para llamar la atención y lograr que las empresas estuvieran obligadas a contratar cierto porcentaje de mano de obra humana y no pudieran automatizar toda su estructura, pero el horizonte se ensombreció cuando descubrió que el grupo de indignados al que se unió estaba liderado por los mismos que desarrollaron la mayoría de los sistemas que ahora son parte del problema del desempleo y la pobreza..

―Imagínanos como el nuevo Alfred Nobel ―le dijo Noah―. Queremos enmendar el daño que hemos hecho. Nuestros inventos debían servir para el progreso de la humanidad y no para incrementar la desigualdad.

Pero para ellos, la solución era un poco más compleja. Había que empezar de cero

 

 

A primera vista parece un cuerpo desmembrado, y le recordó a aquel que una vez vio a orillas del río, pero había que mirar la foto con los ojos bien abiertos para notar que ese torso estaba lleno de vida. Rafel Kan nació sin extremidades, tiene veinte años y quiere ser astronauta. Jessy Kissinger se conmovió con su historia y fue a visitarlo antes de morir, él quería darle sus brazos y sus piernas, pero no hacía falta que un médico le dijera que sus brazos y piernas no eran aptos, porque de todas formas Rafel no los aceptaría.

Jessy Kissinger era un yonqui con VIH a punto de morir, con un gran corazón, y quería que su cuerpo le sirviera a alguien después de su muerte, pero aunque sus brazos y piernas estuvieran saludables el problema era que Rafel no quería miembros humanos. A él, en realidad,  no le importaba no tener brazos ni piernas, lo que le dolía era saber que nunca podría ser astronauta.

 Beatriz leyó la historia de Rafel Kan en un artículo del Reader’s Digest, al final había una nota del autor que señalaba que para el momento del cierre de la edición Jessy Kissinger había muerto. La revista había llegado a sus manos cuando todavía trabajaba en Montevideo, después de perder su empleo en Ciudad del Este, antes de ir a probar suerte en Buenos Aires, antes de irse a Barcelona, inclusive antes de Madrid, mucho antes de perder su trabajo en Londres. Antes de perderlo todo. Antes de que un hombre le propusiera ser parte del fin del mundo.

 

 

 

II.                                               Cruzando el río Plutón

 

Harald Kinney fue muchas cosas: un bravucón intolerante, un padre ausente, un ensamblador aeroespacial, un organismo de prueba, un mensajero secreto, un cirrótico y un alma arrepentida. Harald fue gringo y fue sudaca, pero por ser tantas cosas nunca pudo ser nada.

―Todos somos ciudadanos de un mismo lugar ―dijo una vez―. Vivimos juntos en la misma porción de espacio sideral.

Nació en Alabama, pero su familia se trasladó a Carlsbad, Nuevo México, ante de que cumpliera su primer año. Ahora, los únicos recuerdos que le quedan de Carlsbad son las visitas a las cavernas y aquella vez en que su padre lo llevó a Roswell para mostrarle el sitio exacto en el que se estrelló una nave espacial extraterrestre. Al poco tiempo se mudaron a Albuquerque.

Cuando era niño no tenía mucha ropa, pero no recuerda que fuera por falta de dinero, tal vez solo se debía a que todo lo que necesitaba era la chaqueta de la escuela, pantaloncillos hasta las rodillas y calcetines que cubrieran completamente sus pantorrillas. Ahora todos sus recuerdos son así: postales. Imágenes que pueden interpretarse de tantas formas. Escenas que empiezan y terminan en la nada.

Su padre escuchaba a Chuck Berry cada vez que llegaba del trabajo, se sentaba en su sillón favorito y seguía el ritmo chasqueando los dedos. Postales. Algunas veces se pregunta si eso pasó en realidad o lo vio en alguna película hace muchos años. A veces sueña con sus recuerdos y eso lo confunde: sueña recuerdos o recuerda sueños.

 A los trece años descubrió en su casa un cofre con seguro del que pensó que podía sacar joyas u otro artículo valioso; sin embargo, tras romper el candado solo obtuvo fotografías de su abuela. Le llamó la atención una en la que ella aparecía sentada al lado de un hombre afroamericano. Sin saber por qué, sintió un temblor en el fondo de sus entrañas, como si estas se le hubieran aflojado y tuvo miedo de aceptar lo que estaba frente a sus ojos.

Harald creció con un odio irracional que no fue inculcado por sus padres, sus actos vandálicos, imitación de lo que veía en las calles, lo transformaron de niño inocente a gorila rabioso, un ser incapaz de demostrar amor. Sus cómplices lo llamaban Brutus o Bluto. Accidentalmente, su madre creyó escuchar que uno de sus nuevos amigos lo llamó Pluto, así que ella empezó a llamarlo así, Pluto, ni se imaginaba que Bluto era el alias de pandillero de su hijo y que sus vandalismos se estaban convirtiendo en crímenes.

Ahora todo vuelve como postales. La belleza delicada de su madre, el rostro sereno de su padre. Recuerda la vez que tomó entre sus manos un portarretratos con la foto de su familia y por fin pudo admitir lo que siempre sospechó. Las historias de sus abuelos perseguidos por la policía. Todo empezaba a tener sentido. El secreto estuvo expuesto desde siempre en sus propios ojos, pero había tanto odio en su corazón que se había negado la verdad por mucho tiempo. Su piel era blanca, pero su sangre decía otra cosa.

 

―Aunque no lo parezca, soy afrodescendiente, Brigitte, y también soy latino. Creí en lo que la gente veía en mí, en vez de verme a mí mismo. Soy plutoniano.  Soy multirracial. Soy todos y soy nadie, no pertenezco a ningún lugar.

 

Más postales: un Harald muy joven durmiendo en el piso del restaurante en el que trabaja, cubierto con una sábana azul con estrellas blancas. En aquel tiempo fumaba black tar para contrarrestar el desgaste del insomnio. No le alcanzaba lo que ganaba, pero tampoco sentía la necesidad del dinero, así como no sentía la necesidad de la vida. Gastaba todo su salario en heroína poco refinada, pegajosa y oscura. Consumir alquitrán negro era como ver televisión, se veía a sí mismo con el uniforme de soldado viajando en un bombardero, cargando fusiles en la selva, salvando a otros saldados o atravesando el mar en un ataúd cubierto con la bandera de barras y estrellas. Extrañamente eso le daba satisfacción.

 En un arrebato de confusión o desesperación, lo abandonó todo para hacer autostop hasta llegar a Hunstville. En esos tiempos estaba en marcha la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, un año atrás el Sputnik 1 era lanzado a órbita, la prensa hablaba de que la imaginación del hombre no tenía límites, que todo era posible. La tensión por la amenaza nuclear y los guiones de cine clase B alimentaban la fantasía, y las noticias en la radio servían para sostenerla. Consiguió trabajo en la Comisión Consultiva Nacional para la Aeronáutica, no sabía exactamente en qué consistía lo que hacían ahí, pero algunos de sus compañeros estaban seguros de que la chatarra que recogían en secreto eran restos de naves extraterrestres. Estando ahí Harald recordaba con frecuencia la visita a Roswell con su padre.

A veces se acostaba y miraba el cielo esperando ver un satélite artificial entre las estrellas y en esos momentos se imaginaba que uno de esos brillos que venían del infinito era un ojo de su madre que ascendió a los cielos como el Sputnik, para verlo a él desde todas partes. A él, su pequeño Plutón.

 

Harald interrumpe su historia para recoger la valija de cuero verdoso preparada para la hora de la partida. La abre y toma un disco de vinilo envuelto en un pañuelo rosado, con el perfume de Brigitte, se acerca a la ventana para iluminarlo con luz natural y lo observa con cuidado: se trata de Oh, Mercy, el álbum de Bob Dylan lanzado en 1989. Lo hace girar en una mano y desliza sobre los relieves de los surcos su afilada uña de diamante, bajo la piel de aquel dedo tiene una microcápsula magnética que hace de transductor y la utiliza para reproducir la última pista. Shooting star, la canción favorita de Brigitte. Ella se mantiene hermosa y Harald admite que la extrañará. Después de todo, o a pesar de todo, sigue siendo humano.

Brigitte usa una peluca rubia que luce natural, flequillo con volumen y ondas vaporosas con las que trata de suavizar sus pómulos huesudos, casi puntiagudos y ocultar su cutis, más artificial que su cabello. Era una Barbie. Una Barbie gastada con la que todos jugaron, excepto Harald.

 La sonrisa triste de Brigitte provocaba en él una ternura que hace años no sentía. Era una boca grande con dientes falsos que debía ajustar todo el tiempo, secuela de un tratamiento al que él la hizo someter.

 

Postales. Recuerdos. La organización para la que trabajaba Harald se fusionó con otra y ambas se convirtieron en una sola, la llamada Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, más conocida como la NASA. A partir de entonces, su trabajo se desarrolló exclusivamente en enormes laboratorios y hangares. Vio aviones experimentales que no parecían aviones y grandes esferas metálicas que, según le habían dicho, formaban parte de un proyecto de telecomunicaciones.

Al poco tiempo fue trasladado a Nevada y empezó a ganar grandes cantidades de dinero, pero no tenía en qué o en quién gastar, seguía siendo un joven solitario. Pero algo de emoción llegó finalmente a su vida cuando rescató a una perrita que deambulaba herida por una pista de aterrizaje, sintió por ella la misma lástima que había sentido por Laika cuando supo que la enviaron al espacio a sabiendas de que moriría allá. La llamó Zhuchka, el nombre que tenía Laika antes de ser elegida como organismo de prueba. Significaba Bichita, o en inglés: Little bug. La estaba reviviendo. Iba a darle la vida que merecía.

Unos años después lo transfirieron a un campo de pruebas al sur del condado de Tooele, Utah. Trabajó en el Departamento de Bioquímica, en donde le pagaban por administrarle LSD, Hidrato de cloral, Benzedrina y otras drogas para diferentes investigaciones y objetivos; algunos compañeros más corajudos o más codiciosos aceptaban ser inoculados con algún virus desconocido para luego recibir el antídoto o dejar que se replicara en su organismo.

Cuando aparecieron más de seis mil ovejas muertas en Skull Valley, fue trabajo de Harald mantener a los ambientalistas lejos de Dugway y hasta desinformar a los periodistas con historias de extrañas luces vistas en el cielo el día anterior.

Una Nochebuena, al servir ponche para dos personas, cayó en la cuenta de que había otra persona con él y que eso no pasaba desde que era niño. Ahí estaba Gina, espléndida frente al televisor, acariciando a Zhuchka. Harald sonrió. Gina solía ser una amante esporádica y en ese momento se convirtió en algo más.

Contemplaron abrazados un amanecer histórico, obsequio del Apolo 8 que atravesaba la cara oculta de la Luna. Los astronautas mostraron la Tierra emergiendo de una inmensa oscuridad y leyeron los primeros versos del Génesis. «Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo…». Harald y Gina dejaron escapar lágrimas al ver en la televisión la belleza de la Tierra que emergía como un sol en la noche, se descubrieron ellos mismos tan pequeños y se abrazaron con más fuerza.

 

Brigitte apaga la licuadora y sirve en el plato de Zhuchka un líquido blanquecino. Acaba de licuar doscientas diez pastillas, son cincuenta y ocho más de las que toma ella.  Zhuchka es uno de los pocos perros con dos trasplantes de corazón y el único de sesenta y tres años, aproximadamente doscientos cincuenta años en edad canina.

 

En abril de 1970 los Beatles anunciaban su separación y Gina pensó en que la vida era muy corta como para seguir guardando secretos, y cuando el Apolo 13 falló se dio cuenta de que era tiempo de hablar, porque uno no sabe lo que pasará después. Invadió el perímetro de Dugway para ver a Harald y le dijo de frente, a la luz del día y mientras tres astronautas buscaban la forma de regresar a la Tierra, que estaba esperando un hijo suyo. Harald respondió de lejos, sin sacarse los anteojos de sol: “¿Y qué harás?”.

Con la expansión de actividades del campo de pruebas para el que Harald trabajaba, también aumentó la cantidad de estudios en los laboratorios de biología molecular e ingeniería genética. Harald se ofreció para participar en todos los que pudo. Consiguió una transferencia a Texas poco tiempo después de que naciera su hijo. Se escabulló una noche con Zhuchka bajo el brazo, dejó un sobre con dinero y ninguna nota de despedida.

 

―¿Cómo se llama tu hijo? —pregunta Brigitte.

―Earth.

 

Harald fue uno de los primeros en probar los implantes subcutáneos de moléculas inteligentes que se endurecían al recibir un alto impacto, actuando como escudo bajo la piel. Fue sometiendo su cuerpo a diferentes alteraciones hasta convertirse poco a poco en un superhombre. Por su antigüedad, y previa investigación de sus antecedentes, se le autorizó a cargar documentos clasificados y fue responsable de entregar personalmente mensajes secretos a genetistas dispersos alrededor del globo.

Rastreando a un científico fugitivo, llegó hasta la Triple Frontera, se hospedó en un motel de Ciudad del Este y durante su estadía descubrió las películas sudamericanas eróticas de bajo presupuesto. Una de ellas estaba protagonizada por una deidad paraguaya: Brigitte Basura. Una parodia de Brigitte Bardot con grandes tetas que aparecían sin moderación en todas las escenas de la película, probablemente, en cada fotograma. Tetas mojadas, cubiertas en aceite o de una delgadísima capa de arena, a veces de azúcar; sobraban los  primeros planos exasperantes.

 ―¿Así me conociste? ¿En la televisión de un motel?

 

Después de la extirpación de las glándulas mamarias, Brigitte prefirió no reemplazar sus icónicos senos y se enorgulleció de la planicie de su nueva figura, se adornó con pezones mecánicos que se endurecían y vibraban al ser humedecidos, con una potencia que podía ir en aumento hasta convertirse en objetos tan peligrosos como taladros encendidos. Así es como Harald se hizo tantas heridas en la lengua.

 

―Así me enamoré de vos. Y por eso regresé a Paraguay todos los años, para buscarte.

―Y así me encontraste. Me salvaste la vida y me trajiste a México.

―Hacés que suene tan sencillo, pero vos más que nadie sabés que las cosas no fueron tan fáciles. Eras como un meteoro: brillabas y ardías hasta que te destruyó tu propio fuego. Te convertiste en un personaje tan deseado como odiado… Cuando empecé a preguntar por vos, rápidamente me di cuenta de que la gente realmente creía que eras la basura que tu nombre artístico promocionaba. Querían… hacerte cosas…  Pero te escondiste tan bien de esos psicópatas que te amenazaban que ni siquiera para mí fue fácil encontrarte. Y cuando lo hice, estabas tan enferma, ¿te acordás? Pero no te salvé la vida, solo ayudé a que tu cuerpo tuviera mayor resistencia a las enfermedades… y al envejecimiento. Quién sabe si eso es salvar la vida o alargar el sufrimiento.

―¿Por qué después de todo esto te vas?

―¿No entendiste nada sobre la historia de mi vida? Me voy porque me hacés feliz.

 

Cinco años después Harald reconocerá en una morgue a un humanoide genéticamente indescifrable, al que la prensa llamaría “el alienígena de Ciudad de Juárez”. Pero no se tratará de un alienígena. Harald temblará conmovido por una belleza triste y particular del cuerpo fragmentado que la policía halló en un bote de basura. No es un alienígena, no es basura, frente a sus ojos aún vibra la sonrisa más tierna que vio en su vida.

 

 

 

III.                                           La ira de Orión

 

Me embaracé tres veces, pero no tengo ningún hijo. Tuve cáncer pero sigo viva. Hay una voz en mi cabeza que constantemente me pide la muerte. Bang bang bang, golpes secos rebotando en mi cabeza, el alma golpeándose contra la pared. Bang bang bang, este estúpido ruido en mi cerebro, esta bala persistente/inexistente intentando acabar con mi vida. Esta locura. Esta voz mía pidiéndome la muerte. No tengo nada, excepto un virus informático indetectable alojado en mi cerebro. Matarme hoy o matarme mañana. Soy un arma tecnológica de destrucción masiva. Soy una ciberterrorista suicida. Soy en todas partes una inmigrante ilegal, porque no soy de ningún lugar. Soy Gamma orionis. Soy Kakkab Sar.

¿Alguien sabe lo que es la soledad? Soy yo. La soledad, la rabia y la mala suerte soy yo.

Beatriz se depila las cejas frente al espejo. El lavabo está cubierto de pelo rojo. Tiene una gota de sangre atravesándole el rostro. Tiene una navaja afilada en una mano. Una lágrima le atraviesa la otra mitad de la cara. Tiene una constelación tatuada en la cabeza.

Trescientos como yo por aire y por tierra produciendo ondas de interferencias y cortocircuitos. Dice Noah que nuestras cabezas crearán una red virtual que provocará un fallo cibernético a nivel mundial que causará caos y destrucción. Misiles disparándose a blancos al azar, maquinarias y vehículos autónomos volviéndose locos, aviones estrellándose, celulares estallando como nuestras propias cabezas. Para cuando logren identificar el origen del desastre, los trescientos que conformamos el Noah's Ark Project solo tendremos una nube de humo negro por encima de nuestros cuellos y una que otra descarga eléctrica dentro de nuestros cráneos quemados, chispeando en el fondo de las cavidades orbitarias. Tendremos entonces una sonrisa enorme de dientes calcinados y nos reiremos para toda la eternidad de todos sus sistemas de seguridad fabricados por los mismos que nos han reclutado.

 

Rafel Kan nunca fue astronauta, pero su mente no tuvo límites como su cuerpo, se convirtió en una de las personas más ricas del planeta y fundó su propia empresa de transporte aeroespacial. Cuando Beatriz lo conoció, él ya tenía brazos y piernas biónicas, y encabezaba una organización que reunía a las empresas tecnológicas más poderosas del mundo. Y se hacía llamar Noah.

 

Ahora. Cementerio de Ciudad del Este. Un hombre está reproduciendo un vinilo solo con sus manos, sin altavoces a la vista, hace sonar Pandora’s Box de Orchestral Manoeuvres.

Aquí yace Berenice Bó. Hija de nadie. Esposa de nadie. Madre de nadie.

Se acerca un auto, zigzagueando, atropellando cruces.

Berenice Bó, más conocida como Brigitte Basura, sexplotation star de los 70.

En el tablero del auto: la fotografía rota de Gregory Peck. Un reloj digital en la muñeca de la mano que está en el volante, un temporizador contando para atrás.

Postales que vuelven: ¿Reconoce a la chica, Mr. Kinney? 

―Sí, la gracia permanece. El rostro ha cambiado, pero sigue siendo la misma. Puedo probar su identidad porque soy responsable de las alteraciones hechas para alargar su vida, quería que fuera inmortal. Se merecía una vida mejor.

Harald nunca quiso quedarse solo, por eso abandonó a todos los que quiso, antes de que lo dejaran a él. Pero regresó por Brigitte, aunque fue tarde para ellos dos. La llevó a su tierra, para tener siempre un lugar en donde visitarla. Fue un largo camino.

El auto frena de golpe.

―¿Es un perro? ―pregunta la mujer que baja del auto.

Dicen que Laika vivió seis o siete horas luego del despegue del Sputnik 2.  Zhuchka vivió casi setenta años, y eso también fue porque Harald nunca quiso quedarse solo.

―¡Zhuchka! ―grita Harald y la música de sus dedos se detiene.

El ambicioso plan orquestado por una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, Rafel Kaan, tiene un error. Al parecer, este cyborg que dirige la operación no había pensado con su lado de carne y hueso, pasando por alto que no existen planes infalibles. Sobre todo, si se los confían a seres humanos sin nada que perder.

 

 

 

La tumba del padre de Batriz no tiene nombre, pero le dijeron que se encontraba justo a la derecha de una tal Berenice Bó. Su padre nunca tuvo la cortesía de despedirse, pero aún así, minutos antes de convertirse en pieza clave de una red de caos y destrucción, ella se desvía porque tiene una debilidad: decir adiós. El reloj sigue contando para atrás y una luz que antes no estaba, empieza a parpadear en su muñeca. Mierda, dice cuando ve el poco tiempo que le queda.

Entonces: el pequeño error. Little Bug. Zhuchka. Un golpe seco. ¿Qué carajo…? ¿Es un perro?

―¡Zhuchka!

Tienes por un lado a una persona a la que siempre han abandonado y por el otro a alguien que nunca quiso estar solo y acaba de perderlo todo. Harald no piensa dos veces antes de poner la boca de fuego de su pistola sobre la cabeza calva de la mujer que está agachada frente a su auto buscando al perro. Con el dedo en el gatillo ve que ella tiene un tatuaje en la coronilla, es una constelación que él reconoce perfectamente, pues la ha visto en ambos hemisferios y siempre le ha ayudado a localizar otras estrellas. Adiós, Orión. Bang bang bang.

 

Un hombre en Londres alza la vista y cree sentir la piel de gallina en sus brazos de fibra de carbono. En el cielo despejado está Ofiuco, una de las cuarenta y ocho constelaciones listadas por Ptolomeo y una de las trece por las que pasa la eclíptica; representa a un hombre y a una serpiente. ¿Quién es presa de quién: el hombre de la serpiente o la serpiente del hombre? ¿Y qué es una constelación? Una agrupación aleatoria de estrellas a las que hemos impuesto patrones reconocibles y que parecen hallarse en el mismo plano, aunque en realidad esas estrellas se encuentran a años luz de distancia y no están conectadas entre sí. Al contrario que con las personas, que parecen estar a una gran distancia, pero están todos conectados entre sí. Es en este exacto momento comprende que a veces los astros simplemente se alinean para recordarte que no eres el centro del mundo. A veces, la serpiente caza al hombre. Mira el monitor desde el que controla la ejecución del plan de reinicio mundial y le parece que todos los miembros del Noah's Ark Project, cuyas ubicaciones aparecen como puntos de luz en la pantalla, son estrellas que forman una constelación. Sumergido en esta maravillosa visión, se da cuenta de que una de sus estrellas no está en donde debería estar. Ella se mueve como una estela de luz. Abortar misión. Tenemos una estrella fugaz.  Explota y se extingue frente a sus ojos. Bang bang bang. No todo se puede tener bajo control. Adiós, Orión, Adiós, Cazador.